Los árboles del jardín: dos nísperos, dos limoneros, dos olivos, dos membrillos, dos moreras, dos higueras, dos zamboas, dos almendros, dos granados,… Vuelta a empezar. Al principio, estaba la casa familiar y el jardín. Estaba Haifa. También Palestina. No como un lugar habitado por fantasmas, sino por seres humanos. Seres humanos que descendían de otros seres humanos que, a su vez, descendían de otros seres humanos. La vida se sucedía, se continuaba, no era una sucesión de fragmentos rotos, de muerte, muerte y muerte, sino un ciclo natural, como la noche sigue al día y el día sigue a la noche. Desde la primera página de El bien de los ausentes, este ciclo de vida se rompe y ese hilo no podrá ser anudado de nuevo. Estamos en un mes de abril de 1948, y los habitantes de la ciudad huyen, a través del mar, a través del mal, de las bombas, hacia otros lugares. Comienza el exilio, en exilio interminable, tanto que aún hoy no ha acabado y tanto que, tal vez, ya nunca acabe. Elias Sanbar volverá a aquella casa muchos años después. Se encontrará con una vieja, palestina como él, con la oscuridad en todas partes, las puertas cerradas para escapar del frío. Abrirá las ventanas y entrará algo de luz, pero esa luz ya es otra luz, y ni tan siquiera tenemos noticias de aquel jardín con dos nísperos, dos limoneros, dos olivos,… La historia arrasó con la memoria, y ahora esa memoria son trozos de algo. En algún momento, en un campo de entrenamiento, intenta reconstruir esa historia, y entonces van surgiendo algunos recuerdos ciertos y otros tantos que solo estaban en sus cabezas. Este libro es un libro sobre la ausencia y nada de lo perdido se vuelve a reencontrar. Ni tan siquiera esa casa familiar.
Ya en las primeras páginas, una sentencia: Todo podría desaparecer, todo va a desaparecer. El devenir palestino es este: primero el desplazamiento, luego el desvanecimiento, luego esa carcoma consentida, alentada, que devora los restos. Más tarde, la destrucción, sin más. La aniquilación. Para los otros, queda la perplejidad, la rabia de la impotencia, que es distinta a esa rabia convertida en odio y ese odio convertido en deshumanización y eliminación del otro. Guerra, guerra y guerra. Pero guerra contra quién… En El bien de los ausentes, Sanbar, a través de su propia existencia, de su propia resistencia, traza la del pueblo palestino. No pretende ningún efectismo, sino que más bien su escritura se llena de impresiones, de trazos, de rastros,… La historia familiar se entrecruza con la historia palestina, y ahí entonces surge la noche. Una sucesión de derrotas, de pérdidas, de pensamientos extraviados. El sueño de un regreso, cada vez más imposible. Hasta conformarse con una visita turística a tu propia infancia. Hablamos de patrias, peor, de naciones, hablamos de fronteras, de murallas, del otro, del miedo al otro, de su eliminación si es necesario, pero la patria no es un trozo de tela, cuatro notas musicales,… La patria es algo que está en nuestro interior, que se construye lentamente con lugares, personas y sensaciones. Que no conoce límites geográficos, que no conoce del devenir de la Historia, que no distingue entre la vida y la muerte, y que, sin poder evitar el paso del tiempo, convierte ese tiempo en algo arenoso, inaprensible, indivisible.
Está la tentación de desaparecer. De una sola derrota más, la última. Sanbar, sus padres, eligen seguir, conservar esa idea de la vuelta y él, resistir, mientras los años pasan y las luchas son otras, contra israelís o jordanos, libaneses contra libaneses, palestinos contra todos, y muchos, otros, mueren contra nadie, olvidados, exterminados. No hemos aprendido nada, más que a repetir caídas, a frecuentar abismos, a no sentir una vergüenza insoportable (si acaso, un malestar, un disgusto). Entre esos escombros del ser humano, surge la belleza. Hasta en el horror, la belleza, como si fuera algún tipo de mala hierba, surge. De su exilio, Sanbar escribe: No nos atrevíamos a ser felices. Y ahí encontramos lo más terrible: la víctima es el culpable. Pasan los días, pasan los años, atrás se va quedando todo menos la pérdida. Palestina ya nos más que el sueño de una cosa. Un lugar abandonado por todos, huyendo o mirando hacia otro lado. Un lugar que se puede destruir hasta la raíz sin que ocurra nada. Morir sin que morir sea gran cosa. Un número. Hemos convertido todo en números, números que no dicen nada, que se ahogan en otros números. También las palabras tienen otro significado. Muertos, plural de muerto. Miles de muertos como ninguno. En su novela Trieste, Daša Drndić cita uno a uno a los nueve mil judíos que murieron en aquella arrocera convertida en campo de exterminio. Les devuelve su nombre, su unicidad. Las páginas se suceden, una tras otra. Eso es lo justo. Una sola frase más, en El bien de los ausentes: El día que vuelva a mi tierra, volveré solo.
Revista Detour. Juan Jiménez García
El bien de los ausentes, de Elías Sanbar
Pre-Textos, 2013
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